Hace muchos años abandoné el rebaño con el que pastaba desde mi más tierna infancia. Ese rebaño en el que acabas viajando de un lado para otro, para volver siempre al mismo sitio, como si anduviéramos en círculo, sin cuestionarnos nada, comiendo y rumiando el mensaje trillado del que ha encontrado un lugar en el mundo, una seguridad ficticia, pero un espacio, al fin y al cabo, que no es el tuyo.
Cerré mis oídos para dejar de escuchar, de escuchar el continuo y machacante mensaje que te impide crecer tal y como has sido concebido, y cansado ya de toda esa perorata absurda e infértil, dejé de encorsetarme en una realidad que no me correspondía vivir por derecho propio. Dejé de convertirme en una oveja más del rebaño pastando un mensaje que no se adecuaba a mi naturaleza digestiva.
Dejé de leer y de recitar el texto tal cual estaba escrito. Decidí que nadie me lo iba a interpretar. Dejé de balar y empecé a observar. Empecé a cuestionar todo lo aprendido y comencé a entender el por qué de las cosas que conformaban mi vida, `mis circunstancias´.
Solté mis manos, que llevaban aferradas con fuerza, a las tres grandes causas de empobrecimiento personal que configuraban cada día mi pobre naturaleza de espíritu, la culpa, las excusas y las justificaciones, y que me habían convertido en una víctima más del sistema por el que había sido infectado… y me dejé llevar por la incertidumbre que nunca había sido capaz de tolerar por no formar parte del guión establecido.
Dejé de culpar al resto del mundo. Y es que la culpa no es otra cosa que una invención del mundo. Y el mundo no se ha dado cuenta de que vive bajo el yugo de su propia invención.
La responsabilidad siempre fue mía. La elección siempre fue mía. La elección siempre es tuya.
Hace algunas semanas hice un viaje nostálgico hacia mi infancia, uno de esos viajes que te inspiran y que te revelan un algo a través de un susurro de tu subconsciente. Visualicé mi vida, toda ella, en un solo golpe de vista, pasado, presente y futuro, en un solo impacto visual, como quien desenrolla una cinta entera de su propia película y la extiende en una mesa, sin cortes, sin secuenciación, sin cadencia…toda la eternidad en un instante. Un instante para toda la eternidad.
Allí estaba yo, mirando mi vida, toda entera, desplegada ante un observador que decidió convertirse en participante.
Cerré lo ojos, y empecé a secuenciar mi propia versión de la película. Caminaba por las calles de mi infancia, recorriendo sus callejones oscuros y estrechos por los que correteábamos cuando huíamos de los demás miembros del grupo de amigos que intentaban «pillarte» para ganar el juego. El olor a anís de las panaderías, que envolvían el ambiente, me produjeron la nostalgia del que experimenta el ayer en el momento presente. ¡Qué bien huele hoy el pasado!
De repente me encontré solo, escondido en un portal, esperando no ser encontrado para poder ganar el juego. Los ruidos, las risas y los gritos, cada vez más lejanos, dieron paso a una soledad sonora. Esa soledad en la que uno se siente protagonista del momento, sin necesidad de que nadie lo aclame, alabe o aplauda. Esa soledad en la que no es necesario interpretar nada, en la que no hay que esperar nada, en la que solo se es.
Un atisbo momentáneo de divinidad provoca en mi cuerpo una liviandad fugaz que me libera, por unos instantes, del peso de tanto pasado acumulado, porque los adultos llevamos mucho pasado acumulado y sueños rotos por el camino. ¡Cuán pesada es la carga del arrepentimiento! , y cómo encorva tus hombros hacia adelante transformando tu morfología en una sombra patética que languidece con el fulgor de las farolas cada vez más oscuras.
En esa situación en la que estoy oculto empiezo a tener un sentimiento, yo diría que es miedo. Pero nadie me ha explicado lo que es el miedo y mucho menos cómo eliminarlo. Y esa sensación de incomodidad se adueña de mi sistema nervioso y me provoca el temor a que me encuentren, el temor de volver a ser parte del grupo que busca y no del que tiene que ser encontrado. El temor a perder mi individualidad, a no ser, y en esa sensación, empiezo a tener una emoción, a la que no le doy ninguna valoración moral negativa, tan solo dejo que fluya como energía en movimiento que me invade, y que por primera vez en mi vida me hace sentir el placer de ese momento que es solo tuyo , ese momento en el que no deseas ser descubierto, y en el que el egoísmo se convierte en una virtud. ¡Qué sensación más gratificante no necesitar a nadie, no depender de nadie!
Entonces una mano fuerte me coge del brazo, me estira hacia afuera de mi escondrijo perfecto y me agarra por los hombros.
Un señor mayor se acuclilla frente a mí. Me mira con ternura. Sus ojos parecen cansados, pero su mirada me hace sentir tranquilo. Me levanta la barbilla con decisión y me dice, señalándome con el dedo índice de su mano izquierda: –»¡Nunca dejes de soñar! y no tengas miedo, porque yo siempre estaré contigo»
Después me abraza y su calor se fusiona conmigo, haciéndome sentir un calor luminoso que no me ciega y que me envuelve en una paz inefable, como la zarza ardiente de Moisés, que llevaba al señor y no se consumía, y esa fusión transforma el tiempo en un eterno y constante ahora.
En ese instante de expansión tan profunda, mis amigos de la infancia descubren mi presencia mientras yo sigo aturdido, buscando, dando vueltas sobre mí mismo, a ese señor misterioso que ha desaparecido de la misma manera en que llegó.
Cuarenta y nueve años después sigo la estela de ese encuentro del que aún conservo su olor. Su presencia. Su calor y su luz. No puedo dejar de pensar en aquella imagen, en aquella forma de observarme que nunca he vuelto a ver en nadie, en aquella frase que me dejó marcado durante todos los años siguientes en los que tuve que hacerme a golpe de fortaleza, a golpe de no dejar de ser nunca yo mismo, a golpe de creer siempre en mi, por la fuerza del amor hacia mi propia existencia. Ya nunca me he sentido sólo.
Esas palabras de aquel no tan extraño señor, marcaron el devenir de mi vida, me convirtieron en lo que soy hoy, un hombre con la capacidad de diseñar y gestionar su propia felicidad como el propósito moral de su vida. Gracias por venir a rescatarme, amigo.
El niño diseñó su futuro marcando sus propias reglas. El hombre cambió su pasado. Los dos utilizaron la linealidad del tiempo y con su fusión, abrazo e integración, transformaron el aquí y el ahora en un constante presente.
Me llamo Danielo y soy un contador de historias. Me dedico a observar y ,oculto entre las calles estrechas y las farolas medio encendidas, prefiero seguir sin ser descubierto.
Thanks